Época: Sexenio democrático
Inicio: Año 1869
Fin: Año 1870

Antecedente:
La construcción de la democracia

(C) Angel Bahamonde



Comentario

La Constitución de 1869 estableció el marco jurídico legal en el que se iba a desenvolver el nuevo régimen político español. Se conservaba la monarquía como forma de gobierno, por lo que las Cortes tuvieron que elegir un regente que asumiera la jefatura del Estado mientras se buscaba un rey. Así, el general Serrano, cuya popularidad se hallaba en alza, fue nombrado para tal cargo el 18 de junio de 1869, a pesar de la oposición republicana. Francisco Serrano Domínguez, capitán general y duque de la Torre, título de nobleza concedido por Isabel II en 1862 con grado de Grandeza de España, había protagonizado una densa trayectoria militar y política. Próximo al unionismo, se operó en su actividad política un cambio de rumbo que resumió en sí mismo el devenir seguido por parte de la elite política ligada al régimen isabelino. En 1866 se encargó de intervenir en la represión de las barricadas de San Gil, de signo demócrata y antidinástico, pero en septiembre de 1868 protagonizó el episodio capital del triunfo revolucionario: la batalla de Alcolea. Su encumbramiento a la Regencia tenía otro precedente de envergadura, el general Espartero. El objetivo de su nombramiento era la búsqueda de una situación puente que permitiera, en un contexto de estabilidad y equilibrio, la elección de un monarca. El apoyo parlamentario que recibió su candidatura era el resultado del consenso del bloque monárquico-democrático, médula política del régimen, que, por el momento, prolongaba su dosis de coherencia y se guiaba por el pragmatismo.
Pero no sería él quien llevaría las riendas del Estado sino otro general, Prim, también en su momento de mayor prestigio. En Prim se fundía el espíritu de la septembrina. Militar de prestigio, rodeado de una aureola de mito popular, contaba con todos los ingredientes para conducir el rumbo de la revolución. Este hábil político catalán no sólo lideró el núcleo progresista, sino que se lanzó a la ardua tarea de mantener el consenso de la coalición democrática en un prudente equilibrio, mientras se buscaba un monarca para la Corona española, y el desarrollo de los principios democráticos de la Carta Magna a través de un conjunto legislativo que cimentase la estructura del nuevo Estado. Entre el 18 de junio de 1869 y el atentado que le costó la vida, el 28 de diciembre de 1870, Prim fue jefe de Gobierno, cargo que compaginó con la cartera de Guerra, y dirigió las operaciones diplomáticas orientadas a la búsqueda de un rey.

Con el fin de mantener el consenso en las filas monárquico-democráticas hubo de recurrir en dos ocasiones al cambio de Gobierno, para satisfacer a todos los grupos presentes en la coalición; demócratas como Echegaray, progresistas como Figuerola o Sagasta y unionistas como Manuel Silvela tuvieron ocasión de ocupar alguna cartera ministerial.

Al margen de las cuestiones internas, el gabinete Prim hizo frente a lo que el Gobierno provisional sólo había podido esbozar: el desarrollo práctico, conforme a la realidad, de los principios consignados en la Constitución. En esta fase se impulsó el proceso de modernización de la justicia, en un sentido democrático y unificador. El 6 de diciembre de 1868 había tomado forma legal uno de los puntos del programa de las juntas revolucionarias, hecho suyo por el Gobierno provisional: la unidad de fueros en la administración de la justicia, suprimiendo tribunales especiales y fijando límites en la jurisdicción eclesiástica y militar. Una vez promulgada la Constitución, la obra más importante, en esta dirección, fue la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 15 de septiembre de 1870, por la que se organizaba la administración de la Justicia.

Auspiciada por Montero Ríos, era una pieza indispensable que se contemplaba como base de futuras leyes de procedimiento civil y criminal. La primera no llegaría a formularse, prolongándose la de 1855. La segunda sería promulgada en 1872. Esta ley orgánica ordenaba el sistema de funcionamiento de los tribunales, en el plano territorial y jurisdiccional, a partir de una jerarquización en cuya cúspide se situaba el Tribunal Supremo y terminaba con los juzgados municipales, pasando por las Audiencias, los tribunales de partido y los juzgados de instrucción. También recogía el abanico de las funciones -magistratura, fiscalía, secretaría y auxiliaría- y racionalizaba la carrera judicial dando normativas sobre provisiones, categorías, sueldos y ascensos.

Los días 15 y 16 de julio de 1870 fue discutida y aprobada la reforma del Código Penal, que procedía del texto anterior de 1848, rectificado en 1850, que fue aprobada como ley provisional. Se acentuaban los criterios democráticos en su articulado, adaptando la tipificación de los delitos y la proporcionalidad de las penas al nuevo régimen de libertades. En el terreno del derecho civil, no se consumó la elaboración de un código, complicada tarea que se había prolongado desde 1851 y que concluyó en los años ochenta, pero se introdujeron algunos aspectos específicos en esta materia. Así, el 17 de junio de 1870 se promulgó la Ley de Registro Civil, y, al día siguiente, la de Matrimonio Civil, una de las innovaciones jurídicas más destacadas del derecho familiar a lo largo del Sexenio.

En junio y agosto de 1870 fueron aprobadas, respectivamente, las leyes provincial y municipal, consolidando la fórmula democrática ya esbozada en el decreto del Gobierno provisional de 21 de octubre de 1868. La democratización de la vida local estaba en relación con otra ley, de carácter más amplio, de 23 de junio de 1870: la Ley Electoral, que regulaba el sufragio universal masculino, ratificando así el modelo democrático de participación política. En 1870 se promulgó igualmente la Ley de Administración y Contabilidad, y se publicaron el decreto de reorganización de las secciones provinciales de Fomento y el reglamento que reformaba la carrera de registrador de la propiedad.

En este período también se propusieron, desde las corrientes demócratas y republicanas, varios proyectos encaminados hacia la cuestión social que, sin embargo, no empezarían a materializarse legalmente hasta 1872-73.

Uno de los fenómenos políticos más significativos del período fue la disidencia insurreccional de un sector del republicanismo español, decepcionado por la naturaleza monárquica de la Constitución de 1869. El republicanismo español comenzó a desarrollar dos líneas de actuación que se superponían, resultando a veces difícil delimitar el comienzo de una y el fin de otra. Al mismo tiempo esta doble vertiente, visible igualmente en el partido carlista, indicaba una escisión dentro del republicanismo, pues los criterios de una censuraban la acción de la otra, y viceversa. Sus divergencias radicaban, pues, más en la metodología aplicada que en la ideología. Así, la línea parlamentaria, ateniéndose siempre al cuerpo doctrinal con que los intelectuales dotaron a la República, desaprobó con frecuencia los episodios de insurrección que protagonizaron los afiliados más radicales a los clubes republicanos. Estos clubes contemplaban el ideal de la federal, una federación republicana singularmente concebida por Pi y Margall. Se trataría de construir una secuencia piramidal de federaciones locales que conformaran el Estado, comenzando por abajo, a través de los llamados pactos sinalagmáticos. Resulta paradójico, no obstante, conocer el rechazo que el propio Pi y Margall experimentaba hacia la vía insurreccional. Desde esta doble perspectiva, pues, han de entenderse las actuaciones del republicanismo español en el panorama político en 1869 y 1870, constituyendo un hecho relevante que el Gobierno Prim tuvo que controlar. Prácticas insurreccionales motivadas por el desencanto que suponía la Constitución de 1869 y, por tanto, la continuidad de la monarquía, se produjeron en una serie cuyos antecedentes podían situarse a finales de 1868, en Málaga y Cádiz, y cuyo máximo exponente fue la insurrección republicana de septiembre y octubre de 1869. En paralelo a este proceso se habían establecido los primeros pactos sinalagmáticos a nivel provincial, en una evolución que partió del Pacto de Tortosa y culminó con el Pacto General, firmado en Madrid el 30 de junio, y la creación del Consejo Federal.

La insurrección general de septiembre, que contó con una participación estimada en varios millares de hombres, tuvo más repercusión, lógicamente, en las zonas de signo republicano en el voto: Lérida, Tarragona, Valencia, Alicante, Reus, Arcos de la Frontera, Béjar, etcétera... Estas revueltas se diferenciaban de los clásicos pronunciamientos liberales en que no contaban con el elemento militar y estaban aquejadas de mucho espontaneísmo y bastante descoordinación.

Pero no por ello fue menos dura la represión gubernamental, que recurrió al ejército y declaró el estado de guerra a principios de octubre, a la par que eran suspendidas las garantías constitucionales. La insurrección no tardó mucho en sucumbir, pero puso de manifiesto, una vez más, el enorme conflicto que se había creado tras el reconocimiento de los derechos individuales. Estos debían ser preservados, y no era fácil hacerlo a la hora de tratar un problema de orden público como el que planteaban las insurrecciones, los motines de subsistencias o las revueltas por las llamadas a quintas, imposibles de suprimir mientras durasen las guerras carlista y cubana. La Ley de Orden Público, aprobada en abril de 1870, se mostró insuficiente para controlar este tipo de conflictos, especialmente en el agro andaluz. En esta región las autoridades compaginaron en la represión tanto la acción legal como prácticas ilegales, cuyo abuso se denunciaba desde las Cortes. Una de las medidas ilegales más extendidas fue la aplicación de la ley de fugas.